domingo, 15 de junio de 2008

Vuelve al mar, Marinero.

Foto: A. Luna



Fue un tiempo de perdidas, mientras por una imprevisible casualidad, me encontré siendo marinero. Allá lejos había pruebas de fuego y enigmas que el oráculo no sabía interpretar. Sodoma sin Lot, podria haber sido cualquier ciudad del mediterráneo, por el contrario la sal nos puede atrapar en cualquier esquina, sin necesidad de girar la cabeza.

No hubo en esta ocasión heroicidades de naufrago, ni perdidas tras una niebla que ocultase el faro del puerto, y aun así, me encontré perdido en las calles de una gran ciudad (Barcelona). De todas formas las consecuencias nunca son del todo previsibles, si el amante y el narrador acaban siendo la misma persona resolviendo un vago enigma, cuando ni siquiera el recuerdo
*"consigue cerrar los ojos sobre el mundo, para que emerja".


*(Estrofa de: “Todo parece así lejos” de Ana R.).






Sucedió lo inesperado y esta vez estabas allí para observarlo. Ocasionalmente estabas en la ciudad percibiendo el frió en el rostro de aquella mañana de octubre, dispuesto a declinar la felicidad, a conjugar el mundo real, el presente y el futuro en una ultima astucia del naufrago. Activaste la imaginación, no se sabe si en busca de una falsa cuartada o de una airosa prueba de complicidad; dadiva exculpatoria de lo que no te pertenecía.

La gente caminaba deprisa como cualquier otro día, con la indiferencia que presta la monotonía a la insatisfacción. En el interior del metro, cada cual iba envuelto en la abstracción de su cotidianeidad, en el martilleo sórdido que ejercen las ruedas sobre los raíles, y en la inseguridad que proporciona la carencia del espacio vital por el gentío.

Al salir al exterior, viste aquella anciana que pedía limosna e hiciste tu buena obra del día, dejando caer unas monedas sobre su raída manta, después, la dejaste abandonada a su suerte, sin más compañía que tu pensamiento. Buscabas un rencuentro, pretendías que tu pasado comenzase a caminar deprisa hacia el futuro, sin saber que seria tu presente el que recrearía una implacable oferta de obscuro esplendor, que se iría instalando en la culpa, mientras una estrofa de fe recorría el antiguo camino que separaba tu pensamiento de su belleza.

En la plaza de las flores, creíste oír una voz familiar, o al menos conocida, habías leído sobre los marineros que navegan por los siete mares, exiliándose ellos mismos por amor, por el amor que duele por que no mata, con el dolor que te recuerda que estas vivo, marinero en tierra, forjando soledades del exilio, rodeado de cosas insignificantes, incluida tu propia insignificancia, esa a la que nadie acaba por acostumbrarse. Le saludaste sin emoción alguna. Pasado algún tiempo volviste a oír esa voz en otras tierras, era el mismo marinero peregrino que seguía navegando sin razón en los mares que devoran sus propios dividendos.

Seguiste caminando por la arboleda calle abajo, vida abajo, turbando la paz de las palomas que arrancaban el vuelo al verte pasar. Era temprano para volver a casa y demasiado tarde para casi todo lo que vale la pena, te sentaste en un banco de la calle del olvido, viendo pasar a la gente y a la vida, rostros sin nombre compañeros de Lot huyendo de Sodoma, convirtiéndose en estatuas de sal al doblar la esquina.

Al otro lado de la calle, un músico callejero entonaba tu canción; recuerdos de otras vidas, de cuerpos abrasados por el fuego de otros mares que acarreaban al partir con la sal de las despedidas.

Nada puede contagiar de esperanza a la voluntad, si hay una palmaria sinrazón que va lamiendo las heridas; gratuita forma de conmiseración que enmascara las intermitencias delictivas de la razón.

Seguiste con la mirada perdida en el mar de tus naufragios, mientras caminabas las virulentas calles de la memoria que como los radios de una rueda, siempre van a parar al centro de la perdida, cuando desde la montaña se destrenzaba calido hacia el puerto antes de embarcar, un dulce perfume a tomillo envuelto en despedida.

Nadie la recuerda en la ciudad, solo queda la leyenda de una mujer que frecuentaba el faro esperando quien sabe que, hasta que se desvaneció entre la niebla una mañana fría de invierno.

De nuevo estas aquí para observar lo inesperado, para ser cómplice del desencuentro. Vuelve al mar, marinero, aquí ya nada te retiene.